La limitación de la jornada laboral no responde únicamente a una necesidad de organizar el trabajo dentro de la empresa. Tiene su fundamento en razones más profundas, relacionadas con la salud, la vida social y la dignidad humana del trabajador. Trabajar durante un tiempo razonable permite el descanso físico y mental, favorece la vida familiar y posibilita la conciliación entre el trabajo y la vida personal. Además, históricamente, la fijación de días de descanso estuvo influida por razones culturales, religiosas e ideológicas, que reconocían la necesidad humana de contar con espacios de reposo. Desde esta mirada, regular el tiempo de trabajo implica buscar un equilibrio entre las exigencias de la producción y la protección de la persona que trabaja.
Por esta razón, los elementos centrales que justifican la limitación de la jornada se relacionan con definir claramente cuánto se trabaja y cómo se distribuye ese tiempo. La jornada debe estar previamente establecida y ser conocida por el trabajador, ya que solo así puede organizar su vida personal, familiar y social. Saber con anticipación cuántas horas se trabajará y en qué horarios no es un detalle menor, sino una garantía básica de previsibilidad. En este sentido, la regulación de la jornada es una manifestación concreta de la seguridad jurídica en las relaciones laborales.
Sobre esta base, la jornada ordinaria se configura como una institución de orden público laboral. La regla es sencilla, pero fundamental, empleador y trabajador pueden acordar una jornada menor a la fijada por la ley, pero nunca una superior. Esta limitación no es neutral, sino que refleja el carácter protector del derecho del trabajo, que impone límites al poder del empleador en beneficio exclusivo del trabajador.
En este contexto, la evolución histórica de la jornada semanal en Chile, en un primer momento, consideraba una jornada máxima de 48 horas semanales. Posteriormente, la Ley N.º 19.759, dictada en 2001 y vigente desde 2005, redujo ese límite a 45 horas. Más adelante, la Ley N.º 21.561, promulgada en 2023, estableció una nueva reducción progresiva de la jornada, diseñada como un proceso gradual que culmina en el actual cambio estructural del régimen de tiempo de trabajo.
En cuanto a la forma de distribuir la jornada, el artículo 28 inciso primero del Código del Trabajo dispone que la jornada semanal máxima no puede repartirse en más de seis ni en menos de cinco días, respetando además un máximo de 10 horas diarias. Sin embargo, esta regla también proyecta un cambio importante, a partir del año 2028, con la jornada reducida a 40 horas semanales, se permite concentrar el trabajo en cuatro días laborales, abriendo nuevas formas de organización del tiempo de trabajo.
El eje central de esta transformación normativa se encuentra en la modificación del artículo 22 inciso primero del Código del Trabajo, que pasó a establecer que la jornada ordinaria no puede exceder de 40 horas semanales. Además, se autorizó que dicha jornada pueda distribuirse no solo semana a semana, sino también mediante promedios semanales calculados en períodos de hasta cuatro semanas.
Esta modificación introduce la posibilidad de promediar la jornada en ciclos de hasta cuatro semanas, mecanismo que comúnmente se ha denominado “mensualización de la jornada”. Sin embargo, este promedio también puede aplicarse en períodos más breves, como ciclos de dos o tres semanas, ya que la ley fija un máximo de duración del ciclo, pero no establece un mínimo.
El proceso de reducción gradual de la jornada quedó regulado en el artículo primero transitorio de la ley, que estableció tres etapas sucesivas, primero, una jornada de 44 horas semanales desde el 26 de abril de 2024; luego, una reducción a 42 horas a contar del año 2026; y, finalmente, la jornada de 40 horas desde el año 2028. A su vez, el artículo segundo transitorio señaló que estas modificaciones se incorporan automáticamente a los contratos individuales, instrumentos colectivos y reglamentos internos, sin necesidad de que las partes realicen cambios formales.
Las mayores dificultades de interpretación surgieron a partir del artículo tercero transitorio. Esta norma indicó que la adecuación de la jornada diaria debía realizarse por acuerdo entre las partes o a través de las organizaciones sindicales, y que, si no existía acuerdo, el empleador debía reducir la jornada diaria en forma proporcional según la distribución semanal vigente. La expresión “en forma proporcional” generó interpretaciones distintas, ya que algunos empleadores entendieron que la rebaja podía aplicarse dividiendo la reducción total en pequeños minutos diarios, lo que en los hechos significaba una disminución casi imperceptible.
Este conflicto interpretativo llevó a dictar una ley interpretativa, la Ley N.º 21.755, cuyo objetivo fue aclarar el verdadero sentido de esa proporcionalidad. En materia de jornada, esta ley precisó que, para cumplir con la reducción progresiva a 40 horas semanales y en ausencia de acuerdo, las cinco horas de rebaja deben distribuirse proporcionalmente según si la jornada se reparte en cinco o seis días. Así, cuando la jornada se distribuye en cinco días, la reducción corresponde a una hora diaria; y cuando se distribuye en seis días, a cincuenta minutos diarios, respetando siempre las etapas de reducción establecidas en la ley original.
Con esta ley interpretativa se buscó cerrar un debate relevante y asegurar que la reducción de la jornada fuera real y efectiva, y no meramente formal. La gradualidad del proceso se concibe como una forma de compatibilizar las necesidades productivas de las empresas con la protección del tiempo personal y familiar de los trabajadores, reafirmando el sentido histórico del derecho laboral como un derecho que impone límites al poder económico y organizativo del empleador.
Sin embargo, la redacción de la Ley N.º 21.755 ha sido criticada por ser confusa y difícil de entender. Aunque se presenta como una norma aclaratoria, introduce nuevas ambigüedades que podrían generar futuros problemas de interpretación. En lo esencial, la norma intenta armonizar la gradualidad con la proporcionalidad en la reducción de la jornada. Así, en la etapa en que la jornada baja de 44 a 42 horas, el empleador debe aplicar rebajas concretas en días específicos, descartándose reducciones mínimas de minutos diarios. El objetivo práctico es impedir rebajas simbólicas y asegurar ajustes visibles y reales del tiempo de trabajo.
Aun así, la forma en que está redactada la ley permite prever que las dudas interpretativas no desaparecerán por completo. Ello se explica, en parte, porque el diseño original del artículo tercero transitorio parecía pensado para una reducción directa de 45 a 40 horas, sin considerar adecuadamente las complejidades que implica una implementación progresiva en varias etapas.
Sobre esta base, la normativa introdujo dos nuevos tipos de jornada, la jornada fija y la jornada flexible. La jornada fija se determina dentro de cada semana calendario, mientras que la jornada flexible se calcula mediante promedios semanales en ciclos de hasta cuatro semanas, los que también pueden ser de dos o tres semanas. De esta manera, se amplían las opciones de organización del tiempo de trabajo, siempre que se respete el promedio semanal permitido.
El sistema más simple sigue siendo la jornada fija de hasta 40 horas semanales, que operará plenamente cuando se alcance el nuevo límite legal. No obstante, la innovación más relevante de la reforma se encuentra en los ciclos de jornada flexible, en los cuales pueden existir semanas con más o menos horas de trabajo, siempre que el promedio del ciclo no supere las 40 horas. En términos generales, ninguna semana dentro del ciclo puede exceder las 45 horas.
Así surge el concepto de flexibilidad horaria interna, entendido como la posibilidad de ajustar la duración o distribución del tiempo de trabajo sin modificar el total de horas contratadas. Esta flexibilidad puede pactarse de manera individual o colectiva. Sin embargo, cuando se establece mediante acuerdos individuales, existe el riesgo de que se transforme en una imposición del empleador, ya que el trabajador no se encuentra en una posición de real equilibrio. En la práctica, esta modalidad puede abrir espacios de discrecionalidad empresarial que afectan la certeza y previsibilidad del tiempo de trabajo.
Con el pacto individual de jornada flexible, las partes deben acordar previamente un calendario que establezca la distribución diaria y semanal de las horas de trabajo dentro de un ciclo de entre dos y cuatro semanas. En dicho calendario pueden contemplarse distintas alternativas de distribución, quedando el empleador facultado para decidir cuál se aplicará en el ciclo siguiente. Esta decisión debe comunicarse al trabajador con al menos una semana de anticipación.
Este sistema tiene efectos directos en la conciliación entre la vida laboral y familiar. El hecho de no saber con certeza qué jornada se aplicará en las semanas siguientes dificulta la planificación personal, afectando aspectos como el cuidado de hijos, los estudios o la organización del tiempo libre. En este sentido, la flexibilidad se traduce en una menor previsibilidad del tiempo de trabajo.
El funcionamiento del sistema puede explicarse con un ejemplo sencillo: en un ciclo de cuatro semanas, podrían alternarse semanas de 35 y 45 horas, de modo que el promedio final no supere el límite legal. La ley establece ciertos límites, como que ninguna semana puede exceder las 45 horas y que esa carga máxima no puede repetirse por más de dos semanas seguidas. Sin embargo, en la práctica, estos límites pueden sortearse mediante la sucesión de ciclos, generando períodos prolongados de alta carga laboral sin infringir formalmente la norma.
En definitiva, la regulación crea un espacio de flexibilidad tan amplio que corre el riesgo de reproducir la misma rigidez que pretendía corregir, debilitando la certeza y previsibilidad del tiempo de trabajo. El desafío central es lograr un equilibrio real entre la eficiencia productiva y la protección del trabajador como sujeto de derechos, y no solo como un recurso de la organización.
Bajo el régimen de jornada flexible, el trabajador conoce su jornada efectiva solo con una semana de anticipación y no puede solicitar modificaciones. Aunque el calendario forma parte del contrato, su aplicación concreta queda supeditada a las necesidades de la empresa, incluso por razones económicas. Esto genera un perjuicio adicional, ya que en las semanas de mayor carga, donde pueden alcanzarse las 45 horas, no se pagan horas extraordinarias, y las semanas de menor carga no compensan jurídicamente el esfuerzo anterior, pues el promedio elimina cualquier reconocimiento adicional.
Desde una perspectiva práctica, este sistema presenta importantes dificultades de aplicación y control. Compatibilizar los ciclos promediados con el régimen de horas extraordinarias resulta complejo tanto para las empresas como para la fiscalización administrativa. Además, en caso de un conflicto judicial, probar la correcta aplicación de los ciclos y de los promedios puede ser extremadamente difícil, incluso para los tribunales, lo que añade un nuevo nivel de incertidumbre.
Finalmente, el riesgo fiscalizador tampoco es menor. Verificar el cumplimiento de la normativa exige revisar ciclos, registros, comunicaciones oportunas y promedios horarios, lo que obliga a las empresas a generar y mantener una gran cantidad de documentación. Esto aumenta la carga administrativa sin que necesariamente se logre una mayor certeza jurídica para las partes.
En conclusión, la reforma a la jornada laboral refleja un avance significativo en la protección del tiempo de trabajo, pero también revela tensiones no resueltas entre flexibilidad y seguridad jurídica. Si bien la reducción progresiva de la jornada responde a una legítima preocupación por la calidad de vida y el descanso de los trabajadores, los mecanismos de flexibilidad introducidos, especialmente a través de los pactos individuales, corren el riesgo de vaciar ese objetivo al debilitar la previsibilidad del tiempo de trabajo. El verdadero desafío del nuevo régimen no radica solo en cumplir formalmente con los límites horarios, sino en asegurar que en la organización del trabajo se respete efectivamente la dignidad del trabajador, garantizando tiempos de descanso reales, certeza en la planificación de la vida personal y un equilibrio genuino entre productividad y protección laboral.


